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TEMPUS
Tempus

El creador de una fotografía pretende congelar ese instante para siempre y el Tempus le traiciona pasando por encima de la pieza y riéndose de la ingenuidad del autor. Una fotografía plasmada en 1920, aunque siempre siga siendo el mismo objeto material no es percibido igual por un observador del 1945, del 1980 o del 2017. La mirada transforma el objeto y se nos arrebata el original. El Tempus corruptor ataca el arte y como una carcoma va afectando al instante sostenido en la imagen retenida.


El Tempus no existe, es como el arte, una creación humana y desaparecerá con el hombre. Tradicionalmente el arte ha enfocado el Tempus en las edades de la vida: infancia, juventud, madurez y la incuestionable muerte. Así nos lo muestran artistas como Hans Baldung, Lucas Cranach, Tiziano, Gustav Klimt y un largo etcétera en el que podíamos incluir hasta “La danza” de Picasso. Otra versión del Tempus en el mismo tono es la soberbia pintura negra de Goya: “Saturno deborando a sus hijos”, tema que también plasmó Rubens, Giambattista o el mismo Dalí.


El Tempus que domina nuestra era es el de la sensación de la escasez o la falta del mismo Tempus que intentamos compensar llenando de todo tipo de acciones nuestra vida como el conejo de “Alicia en el país de las maravillas” siempre corriendo para aprovechar algo que matamos sobrecargándolo.


El hombre igual que levanta dioses los tumba y las últimas tendencias budistas de vivir el aquí y el ahora intentando asesinar al Tempus no dejan de ser una entelequia ya que el pasado y el futuro, aunque sea verdad que no existen, alteran tanto el presente que se materializan en el mismo. Es el Tempus: el ocaso del último Dios que resurge como Ave Fénix de sus cenizas.


A pesar de todo la realidad se impone: no hay Tempus para nada porque YA somos Nada


Todo esto domina el mundo de las certezas, mas el Tempus que nos muestra Álvaro Ledesma en sus fotografías es incierto, espeso, amenazante, perdidos entre el silencio que precede a la catástrofe o la inquietud que se respira tras el diluvio.


Joaquín Garrido